En las serenas tierras altas de Shire, en el sur de Malawi, una región conocida tanto por sus exuberantes plantaciones de té como por sus marcados contrastes de pobreza, se alza un faro de esperanza: la escuela Chisombezi para sordociegos. A las afueras de la bulliciosa ciudad de Blantyre, esta escuela, dirigida por las Hermanas de la Santísima Virgen María, es más que una institución educativa.

Es un santuario de amor y esperanza, un lugar donde se da voz y una familia a los niños más vulnerables.

En el corazón de esta institución está la hermana Prisca, una monja joven y dinámica en su tercer año como supervisora. Su enfoque, firme pero lleno de compasión, recuerda a la dedicación de Anne Sullivan a Helen Keller en «La obradora de milagros». A pesar de los abrumadores desafíos, incluida la falta de servicios básicos como electricidad y agua corriente, la determinación de la hermana Prisca de educar y empoderar a estos niños es inquebrantable. «Nuestro camino es duro, y los recursos escasos», dice la Hermana Prisca, «pero en la sonrisa de cada niño encontramos la fuerza para continuar. Aquí luchamos no solo por la educación, sino por la transformación.»

La escuela Chisombezi escolariza a unos 12 alumnos, cada uno de los cuales se enfrenta a retos únicos debido a su sordoceguera. La estructura rudimentaria de la escuela y la lucha constante por cubrir necesidades básicas como la comida y el material didáctico describen una cruda realidad. Sin embargo, dentro de estas paredes, la escuela es mucho más que un centro de aprendizaje; es un hogar donde los niños encuentran un sentido de pertenencia y amor, a menudo ausentes en sus vidas.

Muchos niños sordociegos de Malawi carecen de apoyo adecuado en casa. En Chisombezi, forman parte de una comunidad que los comprende y los nutre. Los profesores, formados en diversos métodos de lenguaje de signos manuales, les abren un mundo de comunicación, permitiéndoles expresar por primera vez sus necesidades, deseos y sentimientos. «Hacemos más que enseñar», explica la Hermana Prisca. «Damos a nuestros hijos el don de la comunicación, la alegría de expresarse y el consuelo de ser comprendidos».

Sin embargo, la escuela se enfrenta a retos desgarradores. Algunos estudiantes, que viven en casa, desaparecen durante meses, perdiendo gran parte de su progreso educativo. Esto refleja la lucha general que supone crecer en comunidades empobrecidas de Malawi, donde el aislamiento y la desesperación son experiencias comunes.

Sin embargo, la esperanza brilla en la ética de la escuela, centrada en la igualdad, la dignidad y la opción preferencial por los pobres. La hermana Prisca, con su formación en educación especial para sordociegos, ve el potencial de cada niño. El lema de la escuela, «Esperanza para el futuro», encarna sus valores fundamentales y su visión de crear una persona con sordoceguera autosuficiente en la sociedad.

El impacto de la escuela es más evidente en la alegría y las risas de los niños durante las actuaciones y actividades. Estos momentos de felicidad subrayan el efecto transformador de la escuela, donde los niños son apreciados como hijos e hijas individuales de Dios, cada uno amado y celebrado por su individualidad. Adornan las paredes de la escuela carteles en los que se detalla lo que le gusta, lo que no le gusta y cuáles son las habilidades particulares de cada uno de ellos.

La Hermana Prisca y el Colegio Chisombezi para Sordociegos hacen milagros en un entorno que recuerda los retos y la determinación de Helen Keller y Anne Sullivan. No sólo proporcionan educación y habilidades de comunicación a estos niños, sino también un sentido de dignidad y pertenencia en un mundo que a menudo los pasa por alto. «Nuestro objetivo», concluye la Hermana Prisca, «es educar a estos niños para que se conviertan en individuos que puedan situarse con confianza en la sociedad, no sólo como iguales, sino como símbolos de esperanza y perseverancia.»